14.2.06

Retorno a la Ciudad

He releído el comentario de Ciudad que escribí en la entrada anterior y siento que ha quedado incompleto, por eso me gustaría añadir aquí algunos conceptos.

Como dije en la entrada anterior, Ciudad narra la historia de la extinción de la Humanidad. Pero esta extinción no se produce por una guerra global o por una plaga o por cualquiera de las muchas causas catastróficas a las que la Ciencia Ficción nos tiene acostumbrados. La extinción, al contrario, es lenta y gradual (tarda literalmente milenios) y está causada por una especie de cansancio racial, por un inconformismo general con la propia vida.

Los humanos aparecen en Ciudad siempre insatisfechos consigo mismos, siempre buscando nuevos caminos, pero siempre fracasando en su intento de hallarlos (“se te ve preocupado” le dice en cierto momento un perro parlante a un hombre, “los humanos siempre estamos preocupados”, le responde el hombre). Uno de los primeros capítulos narra la historia de un filósofo que afirma haber encontrado un modo de vida revolucionario que adelantaría a la humanidad “cien mil años en dos generaciones”. Pero justo antes de revelar su descubrimiento el filósofo sufre un ataque cerebral. No muere, las cosas no son tan simples, sino que queda inconsciente, en condición muy grave, aunque curable. Sin embargo, el único médico que puede salvarlo (el único capaz de realizar la operación que le salvaría la vida) sufre de agorafobia y tarda en decidirse a dejar su casa. Esa indecisión es fatal, pues a causa de ella el filósofo muere y su idea se pierde. Pero no se pierde para siempre (como dije, nada es tan simple), muchos siglos después la idea es redescubierta, pero ya es demasiado tarde para que sea de alguna utilidad (de hecho, en cierto modo, acaba contribuyendo a la caída de los humanos).

Este destino trágico perseguirá a la Humanidad una y otra vez. Varias veces, por ejemplo, intentarán los hombres llegar a las estrellas, pero todas las expediciones fracasarán completamente sin que nunca llegue a saberse por qué.

La raza declina y finalmente, tras muchos siglos, se ve a los últimos humanos (apenas unos cientos) viviendo todos juntos una vida fútil en Ginebra, la ciudad suiza. Estos últimos humanos escriben libros que ya nadie lee, crean pinturas que ya nadie mira y escriben música que ya nadie escucha, indiferentes a lo que suceda en el resto del Universo. Finalmente uno de ellos descubre un viejo mecanismo defensivo y los encierra a todos (incluido él mismo) bajo una cúpula impenetrable y es así, encerrados eternamente bajo esa cúpula, que los últimos humanos desaparecen del mundo (quedan en realidad unos pocos más, pero acaban también por desaparecer).

Se insinúa que ese perenne inconformismo de los humanos se debe fundamentalmente a que como raza buscaron siempre su destino en el virtuosismo tecnológico y no dentro de sí mismos (a lo largo de todo el libro hay un elogio implícito de la vida pastoril en oposición a la vida urbana). Los perros parlantes (quienes reemplazan a los humanos en el dominio de la Tierra) , en cambio, no desarrollan una civilización tecnológica sino que su “fuerza” está en su propia mente, en su intuición y en su estrecha alianza con la naturaleza.

Los perros tienen robots que les sirven para realizar todas aquellas tareas que requieren el uso de manos. Esos robots han sido “heredados” de la civilización humana (aunque los perros ya no recuerdan ese origen, así como no recuerdan a los humanos) y durante milenios no han sido mejorados pues “¿por qué mejorarlos (se preguntan) si tal como son nos sirven perfectamente?”.

La civilización perruna es puramente pastoril, no tienen ciudades, no tienen artefactos (más que los robots y algunos otros, todos muy simples), no tienen guerras, no tienen muertes violentas (hasta los animales han dejado de cazar). ¿Una vida mejor que la nuestra? Tal vez sí, tal vez no, pero en todo caso, sin duda, una vida muy tentadora.

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